TORRE DE MARFIL

Navidades medievales

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Félix Fojo, MD
Ex Profesor de la Cátedra de Cirugía
de la Universidad de La Habana
ffojo@homeorthopedics.com
felixfojo@gmail.com

Es un lugar común pensar en los siglos europeos medievales como una época oscura, aburrida y muy atrasada económica, social y culturalmente. En efecto, si comparamos el Medioevo con la brillantez intelectual de la Grecia clásica o con el extraordinario intercambio de bienes, ideas, religiones y personas en la enorme extensión del Imperio Romano, la época medieval nos parece opaca y poco atractiva. Pero lo cierto es que el Medioevo, aunque mucho menos expansivo que la Roma imperial, no fue tan oscuro como algunas historias lo han descrito, ni se diferenció mucho, desde el punto de vista de la vida de la población en general, de sus predecesores. Y las celebraciones del periodo navideño, entre otras cosas, lo prueban. La Navidad, festividad desconocida en la Grecia clásica y recién establecida casi al final del Imperio Romano, se convirtió en uno de los momentos cumbre del calendario cristiano medieval. La celebraban los señores feudales, los caballeros y los funcionarios eclesiásticos, los ricos, pero mucho más, y con más ganas y fe, los campesinos, los artesanos y los villanos, los pobres.

Trece días duraban los festejos navideños en la época feudal europea, un tiempo de celebración y descanso, parcial o total, de las pesadas y repetitivas tareas artesanales, comerciales y, sobre todo, de las agrícolas de todo el año. Durante las fiestas se decoraban las casas con lo que había a mano, se colocaban los llamados troncos de Navidad en los hogares, un tronco que debía arder durante trece días, se iba a misas diurnas y nocturnas que eran menos rígidas de lo que imaginamos hoy y se intercambiaban presentes en especie. También se bailaba y se cantaba, desfilaban los gremios, se jugaba a las cartas, a los dados y a la alubia (para elegir al rey momo y a su reina), se hacían pantomimas, se disfrutaba de los juglares y se comía y bebía mucho más, mucho mejor y con menos monotonía que en todo el resto del año.

La mezcla de ritos paganos (que no se reconocían como tales) con los rituales cristianos en evolución daban color a todas las festividades que se celebraban en el curso del año, pero particularmente a las de la época navideña. El 24 de diciembre se celebraba la Nochebuena y el 6 de enero, día de la Epifanía, se cerraban las celebraciones con el denominado Día de los Reyes Magos.
En una crónica del siglo XII, el londinense William Fitzstephen mencionaba: “Toda casa, al igual que toda parroquia, estaba decorada con acebo, hiedra, laurel y cualquier otra cosa que se mantuviese verde en aquella estación del año”. Nada de esto era nuevo sino que venía de las viejas tradiciones druidas, celtas y romanas. Las misas católicas, centro de las celebraciones navideñas, al principio eran sencillas, pero se fueron haciendo cada vez más elaboradas. Así nació el tropo, un añadido de diálogos y canciones, muchas veces en forma de preguntas, lo que derivó, con el tiempo, en dramatizaciones conocidas como belenes, y en los villancicos.

El menú de las comidas, verdaderas comilonas navideñas, incluía sopas de gallina, salchichas, cabritos, carne de cerdo, buey, venado, capones, gansos, alondras, chorlitos, patos, salmón, arenques, anguilas, cangrejos, verduras y frutos frescos y secos, todo eso con salsas de pan rallado, vino ligero y vinagre y regado abundantemente con cerveza, sidra y vino de cosecha, más los postres de hojaldres, pasteles, quesos, higos y dátiles.

Dentro de la Navidad se celebraban otras fiestas, como la de Los Santos Inocentes el 28 de diciembre y la Fiesta de la Circuncisión, así como la “Fiesta de los Locos” el primero de enero. Y en la Navidad, la gente, ricos y pobres, tomaban uno de los dos baños anuales que se consideraban moralmente adecuados.

Después, superadas la resaca y las indigestiones de semejantes comilonas, los señores regresaban a sus habituales guerras y, el pueblo, a la monotonía del trabajo duro, interminable y mal remunerado.

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